Mi pasión por pintar
Como ya comenté en
un post anterior, mi pasión por pintar corría junto al del dibujo que en
aquellos años estudiaba en La Escuela Panamericana de Arte sus cursos por
correspondencia (década de 1960).
Junto a dos amigos de mi infancia: Ramón Alvarez y Alfredo
Della Santa, intercambiábamos información sobre los grandes pintores, sus
obras, sus técnicas y así nos nutríamos del arte, hurgando en la vieja
biblioteca del pueblo y comprando, cuando se podía, “La Pinacoteca de los
Genios” que nos ponía delante de nuestros ojos, el colorido y la belleza de los
cuadros de los grandes maestros.
Eso nos incentivaba a pintar. En los ratos
libres, los fines de semana, o de noche, alumbrado con pálidas lámparas (lo que era contraproducente
porque nos cambiaba el color) pintábamos y soñábamos en exponer algún día. Pero
¿dónde? Si en nuestro alejado pueblo no teníamos una galería ni un local que
vendiera cuadros.
¡Entonces se nos ocurrió algo! Buscaríamos un lugar y haríamos
una exposición. Fuímos a hablar con el director del Liceo, ya que sabíamos que
tenía como hobby la pintura y le planteamos la idea: una expo al fin de los
cursos para que no interfiriera con las clases y por supuesto contábamos con
sus cuadros para engalanar la muestra.
Aceptó inmediatamente
porque los tres lo habíamos tenido de maestro y profesor en la Primaria y
Secundaria y sabía quiénes éramos.
Entonces nos
abocamos a preparar más pinturas, porque a pesar que todos teníamos cuadros
pintados, nos parecía que debíamos dar más para la primera EXPO.
Lo primero que pinté
fue mi caballo -el modelo estaba frente a mí -, ya que lo tenía en mi casa y aprovechando una foto de una
laguna, la utilicé como fondo. Mi cuadro mostraba al caballo cruzando una
laguna poco profunda, chapaleando agua. Como no tenía tela, lo pinté sobre
cartón al que preparé con una imprimación.
Uno de mis amigos, Alfredo, cuyo padre
tenía un taller, hacía sus propios bastidores y telas, por lo que, pagándole
unos pocos pesos por el material, me hizo tres cuadros, uno de los cuales lo
empleé en pintar a mi madre.
Todavía la recuerdo, adormeciéndose y preguntando
si faltaba mucho, porque tenía que hacer las cosas de la casa. Cuando lo vio
terminado no quedó muy satisfecha. Me dijo que no se le parecía, aunque yo creo
que sí y hoy siento mucho que no lo tenga, porque cuando hice la imprimación para la
tela, usé mucha cola de pescado que cuando se secó, torció el bastidor porque la
madera era de sauce sin haberse completado su secado y no resistió la tensión. No pude exponerlo y al
final quedó en un galpón contra la pared.
Un accidente arenoso
Pero el caso más
sonado (y que recuerdo con mucha bronca por lo perdido) fue cuando fui a pintar
un paisaje directamente del natural. En los alrededores de mi pueblo, por
aquellos años cuando todavía los silos de las multinacionales y las cerveceras
no se habían instalados, había muchos lugares casi salvajes con mucha
vegetación junto al río Uruguay, y la flora se veía al lado de los caminos,
junto a hermosos y canoros pájaros.
Daba ganas de pintarlo todo. Un sábado por
la tarde, junto a mi amigo Della Santa, con nuestros pinceles, pomos de óleos y
demás implementos, salimos rumbo al campo. Yo en mi bicicleta y él en su
motito.
Nos metimos en un
campo, cerca de una laguna, desde donde se veía el río a la distancia. La tarde
muy soleada con blancas nubes que pasaban lentamente daba una completa
composición para hacer un buen cuadro, así que ni lerdos ni perezosos, cada
quién se puso a la tarea. Había que pintar rápido, a “la prima” porque todavía
las tardes eran de poca luz y en pocas horas, oscurecería.
El resultado de mi
pintura me satisfizo porque logré lo que buscaba: un paisaje con árboles, el
cielo con algunas nubes y a la distancia el río, que brillaba con el reflejo
del sol. Así que esperé que mi amigo diera los últimos toques a su cuadro y
juntando todo, monté en la bicicleta y rumbeamos para el pueblo.
Allá todas las
calles eran de tierra, y en algunos lugares para tapar pozos, habían volcado
arena de la playa y como yo llevaba mi cuadro colgando al costado de la
bicicleta, los rayos de la rueda trasera volaban la arena del camino que iba
directo a pegarse a la pintura fresca.
Sólo al llegar a mi
casa me dí cuenta que estaba todo estropeado mi pequeña obra de arte, así que
no tuve más remedio que tirarla porque ya no servía par nada, solo el bastidor
que lo utilicé para aplicarle otro lienzo y volver a pintar otro motivo. Los
temas con paisajes los volví a pintar muchos años después tomando todas las
providencias. Como vivo en la capital, cada vez que viajo a mi ciudad tomo
fotos que luego las uso como modelos para mis cuadros. Así estoy seguro que la
arena no me perjudicará más ningún cuadro. Pero ahora el dibujo de historietas y las ilustraciones no me permiten dedicarme a la pintura que para mí, resulta un remanso de paz. Es inenarrable la sensación de plenitud que da pintar envuelto en una buena música.